lunes, 23 de junio de 2008

Las histéricas éramos las chicas.


Mi amiga Olga, a quien no veía desde hacía tanto, pero ahora que estoy sin laburo he vuelto a frecuentar, está harta de los hombres. Cuando me lo dijo, frente a nuestras respectivas tasas de
café con leche, yo puse cara de fastidio: “Boluda, decime algo nuevo, no te veo hace más de un año”, le dije. Porque la realidad es que me pareció una grosería, además de un lugar común, que mi amiga, después de ese bache largo e involuntario en nuestra relación, me viniera con eso.


“Hola, Olga, ¿cómo andás, che?”, fue todo lo que yo dije, y ella se largó con que estaba harta de los hombres. Y dijo más: “De los hombres porteños”. Y empezó a elucubrar al respecto de la histeria masculina, otro lugar tan común que viene adosado al XY local. Porque Olga jura y perjura que su experiencia con hombres de otras ciudades y países es totalmente distinta. Y que si algo caracteriza al porteño, en cambio, es esa idea esquizoide de la vida: un día sí, otro día no, un día te llama, otro día olvidó tu número, un día te quiere, otro día te pregunta con auténtica cara de sorpresa: ¿Y vos quién sos? “Y si una llama –decía Olga– es un plomazo de mina, una loca obsesiva que creyó que con un polvo estaba sellando un compromiso eterno”.


Olga me iba metiendo en tema poco a poco y la indignación, que es casi tan contagiosa como la risa, se iba apoderando de mí. Porque he estado con algunos tipos histéricos y he experimentado en carne propia el desconcierto de no saber qué mierda fue lo qué pasó y esas ganas incontenibles de llamar y preguntar: Che, ¿hice algo mal? “Lo peor de los tipos porteños –seguía Olga, quien después sugirió volar de una vez por todas adjetivo y gentilicio y encarar la realidad porque, confesó, tampoco es que su espectro de amantes fuera tan cosmopolita, y la especificación sobraba– es que cuando quieren levantarte no escatiman esfuerzos, te convencen de que les gustás como hacía tanto no les gustaba una mina, y que sos tan maravillosa que podrían quedarse a tu lado para siempre”.


Eso es cierto. Esa mirada imbécil que al principio una encuentra dulce y contemplativa, seguida del: “Me tengo que ir, linda, pero podría quedarme acá toda la vida”, es algo que algunas veces me pasó. La última vez –hace tanto que todavía tenía esperanzas y hasta iba al gimnasio–, me dio tanta bronca que me reí en la cara de mi potencialmente histérico amante: “¡Ja! ¿La vida de quién, de una mariposa?” El hombre se borró, claro. Pero, igual, se habría borrado tarde o temprano.


Olga iba por su segundo café con leche que, al igual que el anterior, envenenó con cuatro cucharadas generosas de azúcar. Cuando ponía la tasa en la mesa la golpeaba fuerte y se largaba
con un: “¡Ahh!” con la cara hecha un frunce, como si estuviera tomando tequila. Así que decidí apartar de ella el azúcar y entonces fue soltándome poco a poco aquello que hoy la tenía especialmente amarga. Lo que soy yo, no necesito una razón muy contundente para ser amarga, pero en su caso el odio contra el género masculino no solía ser algo tan visceral.


La causa de su bronca era que acababa de cortar con uno de estos especímenes porque el tipo se sintió presionado. ¿Por qué? Porque después de haber salido tres veces, con largos días de
respiro entre cita y cita, a ella se le dio por llamarlo y él, entonces, entró en pánico. “Pero, ¡por Dios! ¿Acaso querés que nos casemos?”, le gritó, y la pobre Olga, no sabiendo qué contestar, simplemente se echó a llorar. La última noche que estuvieron juntos, me dice ella, él había sido tan amable y amoroso que ella no encontró inconveniente en llamarlo para saludar. “Es un maricón”, le dije a Olga y también le dije que nos cambiáramos a la cerveza porque no se puede pasar un trago así –ni aunque sea un trago ajeno– con café con leche. Ella no quiso, pidió una torta de chocolate. Suspiré hondo y tuve pena por mi amiga porque conozco muy bien ese estado de la desolación que sólo es combatible con altas dosis de dulce en cualquiera de sus formas.

Pero es muy grave, sépanlo bien, señores, ese rol del que los tipos han decidido apropiarse. Las histéricas éramos las chicas. Era una cuestión de orgullo de género, de principios, de poner
en práctica todas esas cosas que nos decían nuestras madres: no te regalés, hacelo esperar, dejalo que te extrañe, a los hombres les gusta lo difícil, una no puede estar -como el plato de arroz- en todas las mesas. Se ve que ahora a los nenes también les inculcan ese tipo de cosas. Se ve, también, que ellos son más obedientes y siguen al pie de la letra las enseñanzas maternas. Y en un escenario como éste, donde los chicos actúan como chicas obedientes, se sienten presionados y se hacen los difíciles, ¿cómo tiene una que comportarse? Mi amiga Olga no lo sabe, todo lo que quiere ahora es morir de diabetes.


Mientras la miro tragándose esa torta como si fuera el último hombre sobre la tierra, pienso que no es justo, que los hombres tendrían que ser hombres y enfrentar las cosas: ir por la chica que quieren, zafar de la que no, dejarse de medias aguas mariconas. Porque una cosa es ser indeciso y otra cosa es ser histérico, no hay que confundirse. Un indeciso puede también ser macho y decir: “Estoy indeciso”, pero un histérico no se manifiesta, es un animal rastrero que un día se pone su traje de príncipe para enamorar a una chica y al otro día se pone su traje invisible para desaparecer.


Olga llora, yo pido otra cerveza, también me deprimo. “¿Dónde están los hombres, che, los verdaderos hombres?”, me pregunta Olga secándose las lágrimas. Yo no digo nada, pero por primera vez en mucho tiempo me siento afortunada de saber que los hombres –y todas sus variaciones–, donde quiera que estén, están muy lejos de mí.



En Mi vida y yo por Carolina Balducci. Revista Crítica. Domingo 22 de Junio.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Excelente!!!!!